LA INCREÍBLE HISTORIA DE COO
Por Ernesto Picco
Después
de aterrizar, Omar bajó con cuidado las escaleras metálicas desde la puerta del
avión hasta la pista. Tenía dieciséis años y lo escoltaba un policía federal.
Abajo lo esperaba su madre y sus hermanas, que lo habían buscado durante más de
una semana y ya casi no tenían esperanzas de encontrarlo. Era el verano de 1988
y nadie sabía que Omar había estado en Buenos Aires. Descalzo, sin cambiarse,
sin bañarse. Se escapaba de la casa con frecuencia y en la familia estaban
acostumbrados a sus ausencias, pero nunca había desaparecido tanto tiempo. Ni
se había ido tan lejos. En esa época todavía hablaba poco. Pero ya cantaba. Al
bajar del avión se agarraba de la baranda con una mano. Con la otra sujetaba lo
único que llevaba con él desde el día que se había ido: un cuerno de vaca y un
rayo de bicicleta.*
Omar vive
en la casa de su hermana Miriam. Hijos de la misma madre, pero de distinto
padre, después de muchos años en el barrio Ocho de Abril, se mudaron al barrio
La Católica. La casa está cinco cuadras después de que termina el asfalto,
sobre una calle de tierra que hacia el este viborea en leve pendiente y se
pierde en el monte. Es lo último que los separa del Río Dulce, que está muy
cerca de ahí, y que en la infancia también pasaba cerca de su antiguo hogar.
Aquí las casas están construidas en altura, por las amenazas de desborde. Para
entrar a alguna hay que subir a pasos largos desde la calle hasta el umbral.
Los días son amarillos, los atardeceres rosados, y en invierno a las ocho de la
noche ya no se ve nada. Los chicos del barrio juegan al fútbol en la oscuridad.
El tierral que levantan en plena calle se respira pero no se ve, y el ruido de
los pelotazos se mezcla con ladridos en la penumbra y el murmullo de los
vecinos sentados en la vereda. La ventana abierta de la despensa de Miriam es
uno de los pocos lugares apenas iluminados. Adentro de la casa, Omar es uno más
de la familia, sentado en una mesa larga en el medio de un comedor de paredes
verdes, que está separado del negocio por un aparador y un freezer. Es una casa
con energía matriarcal. Los hombres hablan poco, y la cabecera la ocupan las
mujeres:
-Nosotros
al principio no sabíamos que él andaba cantando en la calle- cuenta Miriam, que
es la que habla por todos. Al lado está Zulema, casi siempre callada, hermana
de Omar por parte de madre y padre. Es la mayor y es su tutora legal. En la
mesa están también los maridos de las dos. A la vuelta los hijos de unos y
otros van y vienen por la casa.
-Yo le
estaba cantando a la gente- dice Omar -Me había metido en el tren. El Estrella
del Norte. Sentía que se movía, pero estaba cantando. Y me ha llevado nomás.
Hasta Buenos Aires no había parada…
-Pobrecita
las ampollas de mi madre- lo interrumpe Miriam -¡Lo que era caminar desde El
Ocho al barrio Aeropuerto para ir a buscarlo, cuando lo han traído de Buenos
Aires! No teníamos para el colectivo. Éramos muy humildes. No de bajos
recursos: ¡Por debajo de lo más bajo! Antes de tener el negocio era trabajar de
empleadas domésticas o de cocinera, que era lo que había. Ahora estamos bien.
Pero no nos olvidamos de nuestros orígenes.
-Por
Tucumán también he andado- retoma Omar, tirando puntas de una historia larga
-Por Frías…
-Él
andaba siempre en la calle- insiste Miriam -Pero nunca se había ido tanto y ya
habíamos dado aviso a la policía. Hasta que lo han encontrado allá. Y después
que lo han traído de Buenos Aires lo mismo ha seguido andando.
-Ya
monedeaba- agrega él.
Pero Omar
no era un mendigo. No andaba por la plata. Tampoco su merodear era por
cualquier lado, ni por cualquier razón. Andaba por las calles buscando a su
abuelo. Y encontró otra cosa.
Mario
Antonio era boxeador. Cuando se murió, a principios del inverno de 1972, tenía
treinta años y había llegado hasta las preliminares de las peleas centrales en
las noches de box en los clubes santiagueños. Era hijo de una familia de
estirpe del Ocho de Abril. Su padre, don Armush Antonio, era el dueño del
almacén donde compraba toda la barriada del sur de la ciudad. Le decían Turco
Negro y era uno de los personajes más queridos del Ocho. Mario, el hijo
boxeador, vivió una vida más corta y extraña que el padre almacenero.
Los
vecinos cuentan que como lo que hacía en el ring no le alcanzaba para vivir,
Mario se dedicaba también a la riña de gallos y después llegó a regentear un
baile en Aguirre y Formosa. Y también cuentan que Berta, su esposa, era la
mujer más linda del barrio. Tuvieron cinco hijos, y Omar fue el último. Tenía
seis meses cuando Mario sufrió la hemorragia interna que le causó la muerte.
Ese fue el año que definió a la familia para siempre, por dos tragedias. La
muerte opaca de Mario, que nadie sabe explicar sin recurrir a la hipótesis de
un suicidio o la de una inesperada descompostura provocada por la vida que
llevaba, fue la primera
La muerte
de su marido le permitió a Berta, que nunca se había llevado bien con los
Antonio, se fuera de la casa. Tomó a Omar y, seguida por sus otros hijos, se
fue a vivir con sus padres, en una zona más alejada y pobre del barrio. Apenas
instalados, Omar se enfermó de meningitis. Esa fue la segunda tragedia. Una
enfermedad que en los niños puede ser mortal, o dejar graves secuelas. A él le
provocó un retraso madurativo que lo convirtió en un niño que prácticamente no hablaba.
-Hasta
hace unos diez años atrás no lo ibas a tener sentado en la mesa como ahora-
dice Miriam, mientras le llena hasta el tope un vaso burbujeante de gaseosa a
su hermano. La miran atentos la hermana, el esposo y el cuñado -No tenía
comunicación. No hablaba con nadie.
Inmóvil,
Omar mira el vaso llenarse. Los demás la miran a Miriam, como si contara la
historia por primera vez. Ella sigue:
-Él se
aislaba de todo. Salvo del abuelo. Don Tita Silva le decían. El abuelo materno.
Era vendedor ambulante. Él lo llevaba a pescar al río y a andar por el monte.
Ahí aunque no hablaba casi nada, Omar imitaba los ruidos de los pájaros. Por
eso le dicen Coo. Porque era el sonido que él hacía desde chiquito, imitando a
los pájaros. Y él es un poco así. Se lo puede identificar con un pájaro. ¿El
pájaro qué hace? Anda libre. De aquí para allá. Y Omar es así.
Omar toma
un sorbo corto de gaseosa y deja el vaso con delicadeza. Sin decir una palabra.
No parece ser la misma persona que ese cantor desaforado que anda por la ciudad
y todos conocen. La hermana sigue la historia:
-Cuando
Omar tenía seis años mi abuelo ha tenido un ACV, y ahí él empieza a salir a la
calle a buscarlo. Porque no entendía que se había muerto. Y se iba y pasaba
varios días afuera. Hasta que aparecía. Se andaba toda la ciudad. Después venía
un vecino y nos contaba que lo había visto en tal lado. Los colectiveros lo
dejaban subir porque ya lo conocían. Y él seguía igual, casi sin hablar. Lo que
sí le gustaba eran los chicos. A los catorce años ha arreglado un carrilín
viejo con rueditas y ahí los subía a los chicos y los hacía pasear. Por toda la
cuadra de una punta a la otra con los chicos arriba…
-Yo lo
empujaba- agrega por fin Omar, con una sonrisa a medio estirar, como abonando
al relato que había escuchado en silencio.
Gracias a
ese carrilín, iba a descubrir el talento le cambiaría el rumbo a su historia.
En 1984
Jorge Véliz inventó la guaracha santiagueña. Era el líder de Los Caimanes, que
ese año sacaron Destape Tropical, un disco de treinta minutos que tenía doce
canciones: diez sobre grandes romances y fracasos amorosos, una dedicada a sus
padres, y otra a los peregrinos de Mailín. En la tapa había una chica con un
bikini rojo y tacos altos.
Fue el
principio de la transformación de un género que había aparecido en Cuba a
principios de siglo, y que sesenta años después había llegado por las
provincias argentinas mezclado con otros géneros tropicales. En los bailes de
Santiago los hits eran grabaciones de los colombianos del Cuarteto Imperial y el
Trío Rubí. Koly Arce ya había empezado a componer y grabar los primeros temas
hechos en la provincia, pero musicalmente estaba en otra cosa: “Koly hacía
cumbias, merengues, paseítos – dice el músico y compositor Rafa Ledesma – la
guaracha santiagueña es otro género: es como una chacarera apurada, y se canta
fuerte, con el corazón”.
Jorge
Veliz y Los Caimanes mezclaron la música tropical con el folclore local y
vendieron miles de discos. Más de una decena de bandas salieron a imitarlos.
Esas chacareras apuradas, menos paisajistas y más urbanas, que contaban el
desamor con alegría y como un galope, se instalaron rápidamente en los barrios
santiagueños. Durante la noche en los bailes y de día en las veredas de las
casas de puertas abiertas.
Por esas
veredas iba y venía Omar con su carrilín lleno de chicos. Y en el carnaval de
1986 decidieron sumarlo a una comparsa.
Para los
chicos armaron instrumentos de percusión con tarros de dulce de leche y latas
de dulce de batata. Los subieron al carrilín, y se sumaron a la caravana en el
corso del barrio Ocho de Abril. Mientras los chicos golpeteaban los
instrumentos y Omar sólo los empujaba, alguno le dijo: “Coo vos cantá”.
***
-Si lo
escuchas, él tiene la misma voz que el dueño del Grupo Primavera. La misma voz
que Melián- dice Adrián, el esposo de Miriam, que es disc jockey y tiene oído-
Para mí que ese es su modelo.
-Yo he
empezado con el Grupo Primavera- lo corrige Omar -Con el Bailarín Guarachero.
Esa es la primera canción que canto después en El Palomar. Íbamos con los
changos ahí a cantar y ya me daban filo. Me monedeaba la gente.
-Nosotros
no sabíamos que teníamos un artista en la familia- dice Miriam -Él salía de
casa y le preguntaban ¿a dónde vas Omar? ¡A trabajar, decía el! Eran unos
amigos de la cuadra. Hacían como timbaletas. Todo con percusión. Con tarros de
leche. No tenían instrumentos. Eran improvisados. Y él cantaba. Hasta que ha
empezado a venir con los cuernos. Un día ha aparecido en casa con una bolsa de
arpillera llena de cuernos. Se los habían dado en el matadero de La Banda…
-Ahí iba
a buscar el cuerno- se escabulle otra vez Omar -Iba en el colectivo amarillo.
-Mi casa
era un cementerio de cuernos- vuelve Miriam -Y un olor que no te puedo
explicar. Y él venía, y los depositaba y se iba. Y no se los podíamos tocar
porque él hacía un escándalo. Aparentemente todos no sonaban lo mismo, por eso
elegía alguno, lo lavaba, lo preparaba y a los demás los descartaba. Los iba
cambiando. Mi hermano, que era plomero, quemaba una sierrita y se lo marcaba al
calado. Y con rayos de bicicleta Omar hacía la peineta para rasparlo. Y así ha
empezado a darle sonido y hacer la percusión. Y con esos cuernos de vaca él ha
cantado muchísimos años. Primero por aquí por el barrio, y después se ha ido
animando a cantar en el centro.
***
A Leo
Genovese hay que buscarle la cara entre los rulos de la barba y el pelo largo
que salen en todas direcciones y le dan el aspecto de un león. Es argentino y
el look cosmopolita se le pegó en Estados Unidos, a donde se fue en 2001 y a
fuerza de cuatro discos editados allá se hizo un nombre en la escena del jazz
neoyorkino. Se ganó un par de grammys y después fue tecladista de René Pérez
Joglar, ex líder de Calle 13. Pero no sale mucho en las fotos y salvo por su
pelaje, pasaba desapercibido mientras tomaba un café en la vereda del Hotel
Savoy. Era una tarde lánguida de 2012, hasta que escuchó el vozarrón de Omar
estallar a media cuadra. Se enderezó en la silla:
-¿Quién
es ese?- le preguntó Leo a Gonzalo Velázquez. Con el músico santiagueño preparaban,
en esa mesa chica de la peatonal Tucumán, el Primer Festival Internacional de
Jazz en Santiago del Estero.
-Es un
chango de aquí- le contestó Gonzalo, acostumbrado -El guarachero.
Omar ya
no raspaba su cuerno. Tenía un güiro de metal que su hermana le había comprado
con un crédito personal en Las Malvinas. Y le estaba sacando chispas. Como
sabía hacer, logró detener parte de la maroma de gente que a esa hora de la
tarde va y viene chocándose por la peatonal. Algunos lo aplaudían, otros solo
miraban, y los más vergonzosos cruzaban los dedos para que no se acerque a su
mesa. Omar hacía un enganchado de temas cantados con fuerza y sin desafinar,
mientras que Leo Genovese se arrimaba casi en puntas de pie a filmarlo con su
celular. No terminaba un tema y empezaba otro. Cada estrofa era devorada por la
que seguía. Aquí comienza la diversión. Bajete
gorda y empuja la camioneta. Dos o tres coos para separar un tema de otro
con un grito, y después seguir: dejaré la llave en mi puerta á.
Y
después, como un chaparrón, así como había venido, se fue.
Leo se
quedó un rato parado en la vereda mientras Omar se alejaba. Gonzalo seguía
mirando lo que ya había visto un montón de veces.
El
pianista de Nueva York se sentó otra vez, mientras todos en la cuadra volvían
al ritmo normal, y al silencio donde el murmullo callejero era apenas una
vibración suave después del sacudón que les había dado Omar. Leo miró a
Gonzalo, pensativo, y finalmente le dijo:
-Este
tipo tiene un sentido del ritmo y del Groove que pocas veces he visto.
Tres años
después, la noche del 14 de noviembre de 2015, el público en el teatro 25 de
mayo aclamó al Leo Genovese Trío cuando cerró su actuación en el Tercer
Festival Internacional de Jazz de Santiago del Estero. Una presentación de
piano, batería y contrabajo para exquisitos. Después del último tema se apagó
la luz y de a poco se callaron los aplausos. Tras unos minutos de oscuridad,
todo se aceleró de golpe. Un rasguido sobresaltó el silencio y una luz cenital
bajó hasta el centro del escenario, descubriendo a Omar, que empezaba a cantar.
Esa noche
hizo un enganchado de Kalama, Los Bonys y primavera. Uno detrás de otro, sin
parar. No parecía que toda esa energía saliera del cuerpo diminuto de Omar,
parado solo en el medio del escenario, con los hombros encogidos y dando
saltitos al ritmo de su güiro. Llevaba un saco rojo brillante, que lo habían
robado del ropero de la madre de Gonzalo Velázquez. Y el pelo amarillo furioso.
En los
bailes, los conjuntos de guaracha tienen formaciones numerosas, con una base de
guitarra, acordeón, teclados, y batería. Los más armados suenan con cencerros,
tumbadoras, y timbales. Esa noche, en el Teatro 25 de Mayo y sólo con su güiro,
Omar sonaba más fuerte que todo eso junto. Abajo, casi todos se habían
despegado de las butacas de cuero para largarse a bailar.
“Algunos
nos han criticado porque les ha parecido antiestético – recuerda hoy Gonzalo
Velázquez– pero el jazz se ha hecho elitista aquí, cuando en realidad es la
música más inclusiva del mundo, era la música de los sectores populares. Y el
guarachero es un exponente de la música popular nuestra muy pesado, que a veces
la gente lo subestima. Esa noche no estaba en la grilla, fue una sorpresa que
la teníamos preparada. Fue invitado, y cobró como un músico más. Estaba súper
feliz”.
-Él
asombra- dice el cuñado en la mesa familiar -A veces nos enteramos de cada cosa
-La otra vuelta me aparece en Facebook con Piñón Fijo, que había estado con él
y no sabíamos. Y después ha estado con Ricardo Fort en la plaza en frente de la
escuela Normal.
-Después
se ha muerto- recuerda Omar para los desprevenidos. Y sigue, ya con más
confianza:
-He
tocado con Peteco también, en el Patio de Froilán. Y con Jorge Veliz antes que
ha muerto. Lo he conocido en Árbol Solo.
-Después
ha tocado con Retúmbale- se cuela Miriam -Tenía contrato con ellos y todo. Ha
salido en la televisión. Pero el contrato era de exclusividad y demoraba mucho
en cobrar. Hacía más en la calle. Dos años ha estado con ellos y después ha
largado, porque le convenía más andar solo.
-Los
domingos voy a Froilán- retoma Omar -El lunes arranco mi trayectoria por el
centro. Y después tengo todos los festivales. Voy a Mailín, al Moto GP.
-Él va
solo a la terminal, se toma el colectivo, canta, hace su plata y vuelve-
refuerza Miriam -Y así se ha ido haciendo cada vez más conocido. Mirá:
Miriam
agarra un celular que está sobre la mesa y empieza a pasar una larga lista de
contactos en la pantalla táctil:
-Este es
el celular de él, que se lo tenemos nosotros. Toda esta es gente que lo ha
conocido, lo ha agregado y le manda mensajes. Gente de Córdoba, de Mendoza.
Unos nigerianos también. Escuchá uno:
-Hola Coo… grabá un video y
pásame, mandá saludos para Tucumán. Cantá esa guaracha que vos cantas… Bajate
gorda y empujá la camioneta. Me llamo Georgina, soy de Tucumán.
Sin decir
más nada, Omar se levanta de la silla, se da vuelta hacia el aparador y agarra
el güiro, mientras Miriam abre la aplicación de la cámara en el celular. Es una
rutina que han hecho mil veces. Omar abre los ojos y la boca grandes, engrosa
la voz y empieza a raspar. Se transforma:
-¡Para
Georgina!¡Aguante Tucumán! ¡Coo!- y se larga a cantar el tema que le pidieron.
Lo hace en menos de un minuto. Después deja el güiro de vuelta en el aparador.
Y a la mesa vuelve una calma como si lo de recién no hubiera pasado.
-Así
estamos nosotros todo el tiempo- dice Miriam -Grabamos y mandamos. Tratamos de
que la gente se sienta bien de alguna forma. Y eso es lindo.
***
Diez
kilómetros antes de llegar a Frías, el chofer del auto tomó su celular y se
anunció a alguien del otro lado:
-Ya
estamos. Que se preparen todos.
Omar iba
en el asiento del acompañante. En el de atrás, Zulema, Miriam y su hija Fátima,
que tiene cuatro años y cuando habla del guarachero dice “el Tío Có”. Era la
primera vez que iban a Frías y al llegar se encontraron con una ciudad más
grande de lo que imaginaban. En la vereda de la municipalidad el chofer se bajó
del auto, les abrió la puerta, y al bajar los abordó un enjambre de
periodistas. Más tarde, Omar llegó a la oficina del intendente Luis Lecuona,
cantó el cumpleaños feliz frente a las cámaras y al día siguiente apareció en
el diario como invitado de honor por los festejos del aniversario de la ciudad.
Una
semana antes, Omar había subido a las redes sociales un video donde le cantaba
el feliz cumpleaños a la gobernadora, y después le dedicaba un enganchado de
cumbias y guarachas. Claudia Zamora lo compartió en su cuenta de Facebook y
agradeció el saludo. Y después el intercambio fue noticia en los medios de
papel y en internet.
Lucy
Valdez, que era entonces secretaria de Cultura de Frías recuerda hoy que la
visita del guarachero no estaba en los planes: “Era un viernes el aniversario,
dos días antes cuando la gente del intendente estaba en Santiago, se les cruzó
el Coo en algún lugar y han decidido traerlo. Había sido recién lo de la
gobernadora y aprovecharon. Lo fueron a traer con autos de la municipalidad”.
Esa noche
Omar cantó en el escenario mayor frente a la Plaza 9 de Julio ante una multitud
contenida por vallas de seguridad. También tocaron Los Quijanos y se eligió a
la reina de la ciudad. Omar y la familia quedaron invitados cuatro días con
todo pago en un hotel friense. Antes de volver a Santiago le entregaron una
plaqueta de reconocimiento, que hoy guarda en su casa, y la muestra con
orgullo.
***
-En la
calle no sabes lo que es- dice Miriam -Yo cuando salgo con él, la gente lo
sigue, le pide fotos, lo filman ¡No se puede andar!
Afuera la
noche sigue y en la mesa familiar hay más historias y anécdotas. En las calles
de Santiago, casi todos conocen a Omar. O a Coo, porque pocos saben su nombre.
Casi nadie conoce su historia. Salvo los amigos, que tiene muchos. Que de vez
en cuando lo llevan a animar alguna fiesta, o de viaje a pescar. Pocos saben
que con la plata que junta se compra radios y parlantes, pero no los saca de
las cajas porque los colecciona así, empaquetados. Que también colecciona
películas. Que escucha música desde que se levanta en un viejo discman o en el
celular. Que hace poco entraron en la casa y le robaron casi todo lo que tenía.
Que lo que más le gusta comer es pescado a la parrilla, y que para el Día del
Niño organiza cada año una chocolateada con juegos para los chicos del barrio.
Que va seguido al Cepsi a cantar a los que están internados. Que no todos se
divierten con su música y más de una vez lo agredieron. Que la que más le dolió
fue cuando uno le gritó comprate calzoncillos en vez de parlantes. Pocos saben
que cuando murió su mamá estuvo casi un año y medio sin salir a cantar, y que
después se recuperó y ahora canta más y mejor. Que después de eso empezó a usar
el pelo amarillo. Que al principio se lo cortaba una chica del barrio
Reconquista, un par de veces se lo decoloró en Fernández y también lo tiñeron
en Fashion y en Roberto Ochoa. Que abrió una cuenta de Facebook y lo agregaron
cinco mil amigos en setenta y dos horas. Que con su cara hicieron
ilustraciones, stickers y pins. Que los veranos los pasa en el parque con el
Grupo Especial de Rescate, porque le sigue gustando el río y ahí ayuda a los
agentes a hacer prevención. Que cuando no está cantando es un tipo callado. Que
da la mano con suavidad y dice siempre gracias. Que cuando le preguntan cosas
importantes, responde sencillo y convencido:
-¿Qué es
la música para vos?
-La
música me hace sentir bien. Me hace feliz. Me hace muy bien.
-¿Y el
futuro cómo lo ves?
-Bien.
Como ahora. O mejor.