Por Roberto Azaretto - Historiador
Ha concluido un ciclo en nuestro país en el que se dilapidó
la mejor oportunidad, en cien años, para dar un salto de progreso que incluya a
toda la población. En doce años ingresaron más dólares que en los sesenta años
anteriores. Esas divisas equivalieron al 55% de las aportadas por los Estados
Unidos para la reconstrucción de la Europa de postguerra.
La ineficacia y la corrupción han dilapidado esos fondos y
el saldo es el tercio de población que no puede salir de la pobreza y las
dificultades de los sectores medios para ahorrar, invertir y producir riqueza.
Los problemas de la economía, o del aislamiento
internacional en que colocaron al país aldeanos ignorantes, ofrecen, sin
embargo, menos dificultades que otros temas que han degradado a la sociedad argentina.
Se trata de la cultura del trabajo, del olvido del sentido
del deber, de la decadencia institucional, de la destrucción del Estado.
Nos debemos un gran acto de sinceridad admitiendo que la
crisis es sobre todo dirigencial.
Hemos estado a punto de convertirnos en una Venezuela. Sólo
la reacción de vastos sectores del pueblo, que supo llenar las plazas de la
República y el sufragio, lo han evitado.
Ha sido un claro contraste con la actitud sumisa e indigna
de la mayor parte de los legisladores y gobernadores del anterior oficialismo,
incapaces de reaccionar en defensa de las instituciones.
No está exento el empresariado que calló a cambio de
prebendas y privilegios, en este capitalismo de amigos que fue el festival de
los sobreprecios en las obras públicas y la proliferación del juego, el
narcotráfico y el lavado de dinero, diferenciándose de la burguesía rural,
competitiva e innovadora, que fue capaz de plantarse frente al poder, como
algunos periodistas que defendieron la libertad resistiendo presiones para ser
comprados o para amedrentarlos.
La corrupción tiene dos partes: la de los sobornados y la de
los sobornadores.
El gran cómplice ha sido la Justicia Federal. Es más, el
sistema montado en la década del noventa y mantenido y acrecentado en los gobiernos
de la familia Kirchner, ha consistido en el acuerdo de políticos corruptos con
empresarios corruptos, que promovieron la designación de jueces cómplices y,
completando el circuito, los nexos con los servicios de inteligencia que, en
vez de dar seguridad al país, se utilizaron para los carpetazos y el
fortalecimiento del sistema de impunidad.
El que esto escribe lo conoce por vivencias personales
cuando denunció escandalosos sobornos recibidos por ministros de Menem por las
concesiones de los peajes viales o las coimas vinculadas a la ley de patentes
medicinales.
Dinero no recuperado por el gobierno por jueces que no
redactan los exhortos como corresponde.
Fiscales que no investigan, jueces federales cómplices de
los gobernantes corruptos, y de los empresarios que pagan coimas. Muchos de
esos jueces ha salido últimos en los concursos, pero desplazaron a los mejores,
porque garantizaban impunidad al poder.
Nadie preguntó porqué las reformas anunciadas por el
ministro Gustavo Béliz, que terminaban con el sistema judicial de complicidad
con la corrupción política, concluyó con su abrupto desplazamiento y el
encumbramiento de Stiuso y sus sicarios de los servicios.
Los legisladores miraron para otro lado, iniciando la
conversión del Congreso en una escribanía. Nunca formaron la comisión para
controlar al Ministerio Público cuya titular se ha dedicado a proteger a los
saqueadores del tesoro público.
El país requiere un acuerdo político para introducir
reformas institucionales. Hay que cambiar las normas para el balotaje de manera
que solamente superando el 50% de los votos se pueda acceder al poder en la
primera vuelta.
Se debe terminar con las reelecciones y poner restricciones,
como las establecidas en la Constitución de Mendoza, para los parientes en primer
grado y sus cónyuges.
Hay que reformar el Consejo de la Magistratura para asegurar
a los mejores su nominación.
Hay que auditar el funcionamiento de los juzgados y del
Ministerio Público.
No se puede postergar la reconstrucción del Estado. Debe
profesionalizarse para terminar con el gobierno como botín de guerra de los
partidos triunfantes.
La administración pública tiene que integrarse con
funcionarios de carrera hasta los niveles más altos. Hoy hay, además de
corrupción, ineptitud para gestionar. Es que el Estado no puede ser el refugio
de los incapaces para ganarse la vida o la vía para el enriquecimiento de los
que en la vida privada no tienen éxito.
La fuga de los condenados por el triple crimen de General
Rodríguez es una muestra clara de la degradación del Estado. La Provincia de
Buenos Aires tiene problemas históricos con su policía, agravados por las
complicidades de la estructura mafiosa del justicialismo provincial. Los
desmanes de los Kirchner y el abultado presupuesto publicitario del que dispuso
Daniel Scioli, han disimulado la profunda ineptitud y la enorme corrupción del
gobierno del candidato presidencial derrotado y la red de intendentes vinculados
con el narcotráfico, la trata de personas, la piratería del asfalto, todo
protegido por una policía que recauda para el poder.
Hay que reconstruir el Estado y hay que cerrar la grieta,
evitando revanchismos.
Pero no puede haber impunidad para los corruptos, evitando
que "el hilo se corte por lo más delgado". Los que perdieron tienen
que asumir sus errores, sobre todo el no haber sabido defender las
instituciones o callarse frente al saqueo por una mala entendida lealtad. Ésta
debe ser con las instituciones de la República. Cuando se asume un cargo o un
mandato se jura defender la Constitución, no las tropelías de un jefe. Es la
diferencia entre ser partícipe de un partido político o integrante de la mafia.