lunes, 7 de noviembre de 2011

LA DIETA DE HUMBERTO ECO


El escritor italiano y la versión light de El Nombre de la Rosa

"Odio El nombre de la rosa. Escribí seis novelas, ésta es la primera y, como es normal, la peor. Además ocurre con ella algo muy molesto: cada vez que saco una nueva, suben las ventas de aquella primera", confesaba hace unos meses Umberto Eco en el Salón del Libro de Turín, sobre esta obra publicada en 1980, cuyas páginas aúnan el misterio de los conventos medievales con el suspenso de las novelas góticas policiales.
Todo un éxito, la novela vendió más de treinta millones de ejemplares y, según se calcula, deleitó a más de cien millones de lectores. Una vez consagrada por el público y la crítica, y todavía en pleno idilio amoroso con su obra, Eco se volvió hacia ella una vez más cuando en 1985 publicó Apostillas a El nombre de la rosa, una especie de tratado de poética en el que comentaba cómo y por qué escribió la novela.
Pero el tiempo, incluso en las desazones del amor, corroe hasta los sentimientos más sublimes. Y pese a que, a juzgar por su reciente declaración, no lo une tanto el amor sino el espanto, "el autor advirtió la necesidad de volver a El nombre de la rosa para agilizar algunos trozos y refrescar el lenguaje", según anunció concisamente el sello Bompiani, el mismo que publicó la versión original de la obra cuya nueva edición desborda, desde octubre pasado, los anaqueles de las librerías italianas a un precio de 16 euros y de la cual se proyecta su traducción a 47 idiomas.
De semejante fenómeno editorial tomé conocimiento durante una estancia en Santiago de Chile, cuando un domingo de agosto descubrí una nota en el suplemento de Artes y Ciencias del diario El Mercurio cuyo titular, por provocativo, no podía ser pasado de largo: "¿Era necesario reescribir El nombre de la rosa ?" Firmada por Pedro Pablo Guerrero, la nota remitía a su vez a una columna del suplemento El Cultural del diario El Mundo, de Madrid, titulada, menos piadosamente, "¿Rebajas en la novela histórica?" En apenas un par de páginas se resumía el revuelo que provocó en los ambientes literarios la reescritura de Umberto Eco de la primera y -pese al severo juicio de su autor, que confiesa odiarla-, tal vez, la más genial de sus novelas. El nudo de la polémica giró en torno de la incógnita siguiente: ¿por qué el autor, dado su odio confeso hacia su novela consagratoria, volvió a ella una vez más? La editorial lo excusó aduciendo que la intención de esta remake era volverla "más accesible a los nuevos lectores". Las notas de ambos periódicos extractaban el parecer de los especialistas consultados sobre la reescritura de una obra considerada ya un clásico de la literatura. Las opiniones fueron tan variadas en su retórica como lapidarias en su contenido. En un epíteto en el que no se reservó eufemismo alguno, el ensayista y autor de novela histórica español Luis Racionero proclamó muy suelto de cuerpo: "El que se tiene que aligerar es él, que últimamente está hecho un gordinflón. Eco está confundiendo lo subjetivo y personal con lo literario. Yo lo veo cada vez más gordo y creo que cada vez escribe peor". El editor argentino Mario Muchnik, en defensa de un ademán corporativo no exento de sentido, reclamó: "Es una barrabasada que desmoraliza a cualquier editor: si los mismos autores vuelven a escribir sus obras, ¿cómo queda la editorial que la publicó?".
Aunque tampoco faltaron quienes abogaron a favor de la propiedad autoral: el escritor y crítico literario chileno Jorge Edwards no tuvo reparos en declarar que Eco "está en su perfecto derecho" de hacer lo que le plazca con su obra. Pero otros deslizaron la sospecha que sobrevolaba el anuncio de la editorial, insinuando que el autor italiano habría cedido a los intereses más espurios: al fin y al cabo, es más fácil reducir un texto y "aligerarlo" para vender muchos más millones de libros (con un incremento pecuniario proporcional) que crear una obra original para pocos o muchos, qué más da, pero original.
En verdad, no me preocupa tanto Eco ni sus bolsillos "gordinflones"-emulando la retórica un tanto coloquial de un Racionero no exento, tal vez, de cierto cosquilleo envidioso-, sino los motivos socioculturales que impulsaron la puesta a dieta de su magistral novela.
Más que la perspicaz movida de Eco, merecen ser pensadas las nuevas prácticas de lectura de un público que, condicionado por la información provista desde entornos virtuales, parece incapaz de leer un texto que supere unas pocas páginas o que exija, además de tiempo, cierto esfuerzo de reflexión. Es cierto, ni Tolstoi puede reescribir La guerra y la paz ni Robert Musil puede ya "adelgazar" sus dos tomos de El hombre sin atributos.
Y también es cierto que pocos leen a Tolstoi, y menos aun a Musil, por lo cual probablemente ni siquiera esos autores habrían sido tentados con la oferta de esa jugada. En una cultura que asiste al ocaso de los grandes relatos, donde los bienes son tales sólo si son objetos de consumo sometidos a las leyes del marketing, la seducción de esa suerte de autoplagio se sostiene en la posibilidad de acceder a un público masivo entrenado para nuevas modalidades de transmisión y recepción de la información, donde la novela sea capaz de competir con los hechos reales, relatados en forma real y consumidos en tiempo real en todas las pantallas de la aldea global. Una vez digitalizada en su versión light, la novela emulará la microficción adaptada a los microespacios de la vida cotidiana, cuyo nomadismo exige lecturas breves e intermitentes en tiempos intersticiales, esto es, en esas grietas efímeras producidas entre una actividad y otra. Pero además, otra expresión de la aceleración del ritmo de vida es la tendencia social a "comprimir" acciones y experiencias, es decir, a hacer y experimentar más en un período acotado de tiempo: si examinamos los hábitos de lectura, es sabido que a medida que se prolonga, el texto se disgrega, pierde su unicidad y se fragmenta. El lector suele perder, entonces, la inmediatez y el contacto con la unidad del texto, que sólo puede ser asimilado en trozos.
Si el semiólogo italiano se adaptó a esta nueva subjetividad, sólo nos cabe esperar que tras ser una estrella rutilante de la haute cuisine literaria, no haya cedido a la tentación de ofrecer una comida prelista, una chatarra para aquellos paladares menos exquisitos dominados por la aceleración de una subjetividad anoréxica cada vez más y más habituada a la recepción de mensajes instantáneos, la misma que consume de todo pero espasmódicamente y exige de todo, aunque ya digerido.
Pero aun así, la metáfora culinaria por sí sola no explica su travestismo. Al fin de cuentas, si es cierto que su autor odia El nombre de la rosa, también es cierto que los odios pueden ser gestionados con dispositivos tan ingeniosos como efectivos. Uno es el masoquismo: volvernos, una y otra vez, en una suerte de condena a la repetición, hacia lo que odiamos. Otro es ceder, por qué no, a aquello que si bien nos atormenta, nos engorda los bolsillos.
© LA NACION

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