Por Jorge R. Enríquez
La enfermedad y la operación de la Presidente abren
interrogantes acerca de cómo impactará este acontecimiento en la campaña, en
las elecciones del 27 de octubre y, sobre todo, en los dos años que restan
del mandato presidencial.
Imposible saberlo, porque en gran medida
dependerá del alcance y los efectos de las dolencias físicas de la señora de
Kirchner. En principio, afortunadamente, no se trata de
padecimientos invalidantes si todo se mantiene dentro de los cauces
previsibles.
De todas formas, la necesidad de los tratamientos y del
reposo obligarán a la presidente a desarrollar un menor protagonismo. La asunción
de Boudou es puramente formal, por un doble orden de motivos:
1) mientras la presidenta esté descansando pero sin
ninguna afectación de su lucidez, las decisiones fundamentales las seguirá
tomando ella. No podrá participar de actos, no hablará constantemente, no usará
la cadena nacional, no la veremos todos los días, pero seguirá al timón, con el
economista marplatense reemplazándola en las cuestiones protocolares;
2) si, por intervenciones quirúrgicas o por algún otro
motivo, la presidente no está en condiciones de adoptar decisiones, tampoco
será Boudou quien lo haga. Es Carlos Zannini, el Secretario Legal y Técnico, el
verdadero hombre fuerte del gobierno. Zannini, en consulta con Máximo Kirchner
y muy pocos más, se habrá erigido entonces en el presidente de facto de la
Argentina.
Boudou, además de ser cuestionable moralmente, tiene la
peor imagen de un dirigente político en el país. Por otro lado, no cuenta con
el apoyo de los ministros ni del peronismo. Ya Juan Manuel Abal Medina se
sintió precisado a acotar el margen de maniobra del vicepresidente, al señalar
que es Cristina Kirchner quien sigue En verdad, en un sistema tan personalista,
no hay otro líder que el caudillo providencial.
Desde el punto de vista constitucional, la vacancia definitiva o
transitoria de la presidencia no despierta mayores problemas. La Constitución
prevé que en tal caso el presidente sea reemplazado por el vicepresidente.
Dentro de los casos de
acefalía -muerte, destitución, renuncia, ausencia del país y enfermedad-, este
último puede ser el más problemático. Los otros se configuran objetivamente, en
un momento determinado, y no dan lugar a discusiones una vez que se han
presentado.
La enfermedad tiene sus
bemoles. En principio, no cualquier enfermedad justifica el apartamiento del
presidente. Debería ser una dolencia que le impida o le restrinja de un modo
significativo su plena capacidad de ejercer esa alta función.
La cuestión más delicada
es esta: ¿quién determina si se ha llegado a ese extremo? Ni la Constitución ni
las leyes lo prevén con precisión. Como regla general, es el propio presidente
el que debe llegar a esa decisión. Sin embargo, hay casos en que no está en
condiciones de hacerlo. Imaginemos, por ejemplo, una alteración de las
facultades mentales o una enfermedad que impida o limite las posibilidades de
comunicación del primer mandatario.
A falta de un mecanismo
específico, el Congreso debería declarar la inhabilidad del presidente, con la
misma mayoría calificada con que decide su remoción por juicio político,
aunque, de ninguna manera se trate de ello, porque, desde luego, faltaría la
nota de la responsabilidad política, pero una determinación de esa gravedad no
podría adoptarse por mayoría simple.
El caso más famoso en la
historia argentina de una renuncia presidencial por enfermedad, si no el único,
fue el de Roberto Ortiz. Ortiz había asumido en 1938, pero a partir de 1940 la
diabetes lo obligó a delegar el mando en el vicepresidente y finalmente
renunció a mediados de 1942. Las consecuencias políticas de esa renuncia fueron
mayúsculas: Ramón Castillo abortó el proceso democratizador que Ortiz había
emprendido y abrió las puertas al golpe del 4 de junio de 1943.
En los Estados Unidos se
dio una situación singular en 1919, cuando el presidente Woodrow Wilson sufrió
un ACV que lo dejó imposibilitado de ejercer normalmente el cargo. Su esposa y
algunos secretarios asumieron entonces un rol indebido. Muchos años después, en
1967, se incorporó a la Constitución norteamericana la Enmienda XXV, que prevé
un mecanismo -con intervención del vicepresidente y de una mayoría del
gabinete- para que el vicepresidente asuma la presidencia en caso de una
enfermedad inhabilitante del presidente.
Si la situación política
y económica del país ya se enfrentaba a serios problemas antes de la enfermedad
de la presidente, el panorama que ahora se vislumbra es aún más incierto.
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