martes, 19 de abril de 2016

PAÍS IMPUNE PAÍS BANANERO.

 por Roberto Azaretto.




















                                              En su columna del 27 de marzo, Carlos La Rosa recuerda una frase poco feliz del ex intendente porteño, Carlos Grosso: “Es de país bananero tener a sus ex presidentes presos”; precisamente, la falta de voluntad para enfrentar un sistema multipartidario corrupto, en la ciudad de Buenos Aires cortó la carrera política de ese dirigente que se había destacado en la renovación peronista.

La  cuestión a dilucidar es si nuestra dirigencia, no sólo la política, es de un país bananero. En los países serios protegen a sus ex presidentes, ha dicho el senador Pichetto. En los países serios, replica el que escribe, tienen expresidentes respetables y, para encontrar ejemplos, no hay necesidad de recurrir a las democracias de los  países desarrollados. Basta con mirar al otro lado de la cordillera para comparar los expresidentes, todos respetables, o la otra orilla del Río de la Plata, de similar prestigio.

Italia es un país serio, y lo ratificó cuando su justicia encarceló entre políticos y empresarios a dos mil ciudadanos por corrupción concluyendo con las estructuras partidarias vigentes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Ex presidentes de Francia, como Chirac y Sarkozy, están transitando los pasillos de los tribunales franceses. La hermana del rey de España y su esposo están imputados en una causa de tráfico de influencias.

Dos ex gobernadores, en los Estados Unidos están, en estos días, cumpliendo prisión efectiva, condenados por recibir sobornos.

El que esto escribe ha tenido la oportunidad de escuchar a Eduardo Frei, a Lagos, a Lacalle o don Julio Sanguinetti; contrastan notablemente con los Menem, los Duhalde o la Banda Delictiva Santacruceña. En honradez y en formación, en conocimiento del mundo y del tiempo en que viven.
Juzgar y condenar la corrupción es indispensable para recuperar la idea de la República, que tiene como uno de sus pilares la igualdad ante la ley. No debe haber una Justicia para la gente común y otra para el poder, porque eso es consagrar el gobierno de las oligarquías y nos lleva a reemplazar la democracia por la cleptocracia.

No se trata solamente de castigar el  pasado, se trata además de prevenir la corrupción de los que gobiernan ahora y de los que vendrán más adelante.

La dirigencia argentina se recluta en las diversas capas sociales, no en una clase, esto muestra que ese mal está arraigado en el cuerpo social. Hace un tiempo se decía que en política hay que elegir entre el “oro o el bronce”. Hoy no interesa el bronce, y la política, de ser el sitio para canalizar la vocación por el servicio público, ha pasado a ser un fructífero carril de ascenso económico y social. 
Está en la naturaleza humana la tentación; en la teología judeocristiana que tanto influye en nuestra formación está el concepto del pecado y las tentaciones. Esto nos dice que la corrupción no es fácil de erradicar pero sí es fácil terminar con la impunidad, que es una manera de frenar las tentaciones ante la idea de que el que las hace las paga.

No se puede cambiar la cultura por decreto, lo sabemos bien en nuestro país donde coexisten dos culturas desde su formación; una vinculada a la libertad, abierta a las ideas,  al mundo, igualitaria, moderna, y otra más propensa al autoritarismo, al aldeanismo, el aislamiento, y que se refleja tanto en los niveles de desarrollo como en los comportamientos electorales, tan diferentes entre esas dos influencias.
Terminar con la impunidad es una manera de ir evolucionando en la cultura de la corrupción, del roban pero hacen, la de la complicidad y el silencio frente a los atropellos. En estos años hemos comprobado que la corrupción no sólo derrocha recursos sino también mata, como lo muestran los accidentes ferroviarios, las muertes en la carreteras por preservar el negociado de los peajes viales en vez de construir las autopistas, o el flagelo del narcotráfico, que ha corrompido con el juego y la obra pública a la política, al Poder Judicial y a las fuerzas de seguridad.

Es de país bananero el cortoplacismo de la dirigencia, de la política y de la empresaria. Es de país bananero, o peor aún de mafiosos, supuestos códigos como no hablar de negociados, el mirar para otro lado, la indiferencia.
Si las encuestas de Durán Barba sobre una supuesta indiferencia hacia la corrupción son ciertas, eso no implica que debemos ocuparnos de otra cosa sino, por el contrario, atender a la señal de una sociedad enferma que ha perdido principios y valores básicos para la convivencia civilizada, y una tarea de la política, de la gran política que es la docencia, influyendo en la población para recuperar la cultura del esfuerzo y el trabajo, la austeridad y el ahorro, la idea de la educación permanente y la necesidad de ser decentes.

El 49% de la ciudadanía votó al candidato de la cleptocracia. No le importó a ese electorado que su gobierno de la provincia de Buenos Aires fuera el peor de su historia, que no haya podido demostrar cómo adquirió sus bienes ni que cada vez que abre la boca muestre su patética incultura; que, como dicen los jóvenes, es un “trucho”, propio de país bananero. 
Scioli, Aníbal Fernández, Espinosa, fueron la oferta electoral del ex oficialismo. Sin duda nuestros problemas no son solamente económicos.

El financiamiento espurio de la política tiene mucho que ver con la decadencia de los cuadros dirigenciales de la política argentina. Eso y el dedo de los que tienen poder, que promueven levantamanos para los legislativos.

 Para ello la ejemplaridad es clave, los ejemplos vienen de arriba para abajo. Para que los funcionarios sean honestos, para que los policías no integren bandas delictivas, es imprescindible que los líderes políticos muestren día a día que no usan el poder para enriquecerse y proteger a los amigos de la Justicia.


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