A UN SIGLO DE LA ASUNCIÓN DE HIPÓLITO YRIGOYEN.
Por Jorge R. Enríquez
Se celebra el próximo 12 de octubre el centenario de su asunción como presidente en 1916. Fue aquel un acontecimiento auspicioso porque el líder radical fue electo en comicios presidenciales por primera vez regidos por la ley Sáenz Peña, que permitió las primeras elecciones verdaderamente democráticas en nuestro país.
No está de más recordar que el
proyecto de esa ley fue acordado entre Sáenz Peña e Yrigoyen y luego
ampliamente debatido en el Congreso, con la activa participación en las
sesiones del ministro del Interior, Indalecio Gómez.
Yrigoyen inauguraba una nueva etapa, pero lamentablemente esta
se frustró. Al margen de la crisis económica
de 1929/1930, que desencadenó la ruptura constitucional, no pudo
consolidarse en ese período un sistema balanceado de partidos. El 6 de
septiembre de 1930 fue una fecha funesta para la Argentina. No se trata ahora
de levantar el dedo acusador. Los golpes se habrían de repetir varias veces a lo
largo del siglo XX (1943, 1955, 1962, 1966 y 1976), generando un ciclo político
en el que se alternaron gobiernos autoritarios y gobiernos democráticos
débiles, hubo proscripciones y censuras de todo tipo. Lo que sirve, en cambio,
es reflexionar y extraer conclusiones para el futuro.
¿Por qué esa experiencia no se arraigó en nuestra vida cívica?
Los factores son muchos. Uno de ellos es la vertical caída del conservadorismo
hasta entonces gobernante. Quienes controlaban los resortes del poder pensaban
que el radicalismo saldría segundo. La victoria de Yrigoyen los dejó perplejos.
No lograron conformar un partido nacional moderno de oposición. Siempre
cuestionaron la legitimidad de Yrigoyen. Este, por su parte, si bien gobernó
garantizando las más amplias libertades, tenía en su discurso elementos
irritativos para los opositores. La distinción "causa/régimen", tan
fecunda cuando se luchaba para crear una verdadera democracia, no ayudó luego a
que todos los actores del sistema político se sintieran pares y negociaran
constructivamente.
Pero nadie puede dudar del carácter democrático y republicano de
los gobiernos de Yrigoyen y Alvear, aún con las diferencias que entre ellos
mantuvieron. El primero ejercía un liderazgo más carismático y caudillista; el
segundo, uno de corte más institucional. (Vale señalar, de paso, que es una
injusticia que los radicales suelan olvidar a ese gran presidente que fue
Marcelo T. de Alvear). Sin embargo, esos años fueron de gran crecimiento
económico y de un paulatino impulso -que hubiera sido mayor, a no ser por el
rechazo en muchos casos del Senado conservador- de las leyes sociales, todo en
un marco de plena libertad.
La reelección de Yrigoyen en 1928 con un respaldo abrumador tuvo
un efecto paradójico: los sectores opositores, al verse desplazados del centro
del poder, acudieron a la vía de las armas. El resto es historia conocida.
Habría que esperar a 1983 para retomar el camino de una
democracia pluralista. El peronismo clásico, de 1946 a 1955, fue democrático en
su origen, pero se comportó de un modo autoritario que excluía y perseguía
cualquier disidencia.
A un siglo de las elecciones presidenciales de 1916 estamos
intentando, en medio de acuciantes desafíos económicos y sociales, construir
una democracia que nos contenga a todos, respetuosa de las libertades y del
Estado de Derecho. Por suerte, el recurso a las armas parece haber sido
definitivamente abandonado en la Argentina y en casi toda la región. Pero necesitamos
más que eso: debemos conformar un sistema de partidos estables, que se alternen
pacíficamente en el poder.
Mientras lo hacemos, echemos la vista atrás y honremos a ese
austero e incorruptible luchador de la democracia argentina que fue Hipólito
Yrigoyen. Ciertos homenajes que se le tributan por parte de quienes se
enriquecieron hasta lo indecible en el ejercicio del gobierno no son más, para
usar el colorido lenguaje de aquel legendario líder del radicalismo, que
patéticas miserabilidades.
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