domingo, 30 de marzo de 2025

RECUERDO DE MARIO ARNEDO GALLO CUANDO MURIO SU AMIGO "SOC0" DIAZ Y UN HOMENAJE A LUIS BILLAUD Y A LA ACEQUIA DE LA BELGRANO

  por Dardo Molina Chazarreta

 


“Salavina ¡Ay, Salavina! Quisiera verte otra vez…” escribía el gran músico y poeta, nostálgico y apenado al enterarse de la muerte de su amigo Vinicio Díaz. Mario Arnedo Gallo estaba en la provincia de Buenos Aires, sin posibilidades de poder dar un último adiós al “Soco” Díaz, y su pena tomó forma de zamba.

Mario Arnedo Gallo nació en Santiago del Estero el 15 de Mayo de 1.915. En su época de estudiante vivió en Santa Fe. Luego volvió a Santiago, para años después radicarse en la provincia de Buenos Aires, donde vivió hasta el fin de sus días, aunque siempre volviendo al pago aunque sea por lapsos muy breves.

La zamba Salavina es una de las piezas más valiosas e interpretadas del folclore nacional; su melodía es cautivante y su letra va al monte, sobrevuela el río y vuelve al pequeño poblado.

Villa Salavina es una de las poblaciones más antiguas de la provincia de Santiago del Estero, construida a orillas del Río Dulce y cargada de historia. Para conocer gran parte de esa rica historia, hay que procurar leer La Agonía de los Pueblos, del Dr. Orestes Di Lullo. En el capítulo dedicado a Salavina, nos relata en una prosa sentida la importancia económica, política y cultural que tuviera la Villa Salavina y su decadencia posterior. Cabe agregar que en la actualidad, Salavina no está agonizando y sigue siendo una importante población del sur de nuestra provincia. Mejorando la comunicación vial, seguramente Salavina volverá a florecer totalmente.[1]

CHACARERA DEL CANTOR

Es muy probable que la Chacarera del Cantor fuera compuesta en homenaje o recuerdo de su amigo el Dr. Luis Billaud, como lo sugiere su estribillo: “ Chacarera, chacarera, chacarera de mi flor y mi bombo sumameño recuerdo de Luis Billaud.” Mario Arnedo se juntaba en largas y recordadas veladas con los hermanos Julián “Cachilo” y Vinicio “Soco” Díaz en guitarra y bandoneón, el juez Luis Billaud en el bombo y Sofanor Díaz, en guitarra. También menciona al Dr. Billaud en la chacarera “Ayayitay”: “Vino hay en las penas, sangre en el color y una cruz de palo en el dolor. Ayayitay Luis Billaud.”.

Es el mismo personaje que aparece en una de las dos letras de la chacarera La Mocha: “El doctor Billaud bailaba y al pelo la chacarera, despacito mudanceaba en medio la polvareda”. Una letra es de Oscar Arturo Mazanti (Oscar Cacho Valle) y la otra del Dr. José Antonio Faro Palumbo, sobrino de don A. Chazarreta.-

Con su bombo sumameño se está refiriendo al Pueblo de Sumamao - Departamento de Silípica – donde se festeja a San Esteban (26 de diciembre) una de las manifestaciones más populares de fe, y se caracteriza por una mezcla de rito católico con pagano que fueron introducidas por los aborígenes, donde los promesantes acuden a caballo y al ritmo de los bombos. Me comentó mi amigo e investigador Alberto “Gringo” Bravo de Zamora que el bombo de Billaut lo conserva la esposa de Arnedo Gallo, doña María Susana Insausti. Un dato más que interesante: el Dr. Luis Billaud es autor de la zamba “Agüita chirle”.-

LA DURA VIDA EN CAPITAL

Acequia Belgrano

Arnedo Gallo vivió casi cuatro décadas en Hurlingham, en 1947 llegó con su mujer, y su pequeño hijo Fernando. La familia alquiló una casa sobre la calle Remedios de Escalada, a media cuadra de la estación Hurlingham y al poco tiempo se mudaron a Santa María, una casa quinta que estaba en Solís y Vergara y que ya fue demolida. Era muy grande y tenía muchas habitaciones, medía 40 metros de frente y los fondos llegaban hasta la calle Remedios de Escalada. Por ahí pasaron muchos músicos que gracias al enorme espacio podían tocar hasta la hora que quisieran sin molestar a nadie. Ensayaban y hacían guitarreadas a las que concurrían amigos y familiares.

Seguramente cantaban hasta la madrugada y por el gusto de cantar, como dice la chacarera. Yo soy cantor y disculpen, santiagueñito i' nacido, soy como el viejo quebracho, vivo mejor al descuido.[2]

Como todo provinciano, en especial el santiagueño, la vida en la “Capi” fue siempre dura y difícil. Mario Arnedo no fue la excepción: “Cuando salí de Santiago todo el camino pensaba, que solo con mi ponchito, y mis alpargatas sobraban. Llegando a Buenos Aires, me di cuenta el equívoco, porque a veces no comía y al otro día tampoco, así barajao' el naipe, venía la cosa muy fea, pensando en parar la olla, dentre a cantar chacareras.”[3]

Tuvo que vender el piano para poder pagar el parto en el que nació su hijo Diego[4] No cabe dudas que esa dureza que marca el desarraigo quizás la podía en cierta forma sosegar con su “cantar” porqué como bien lo dice en la zamba “Tristeza santiagueña” … “No es bueno hacerse mal juicio, de quién arrastra un penar, tan sólo el alba comprende cuando un santiagueño se pone a cantar”

La estrofa que dice: “cuando la gente no canta y no nos deja cantar me da ganas de prestarles un corazón de zorzal”  es de una formidable exactitud para quienes hemos tenido la oportunidad de compartir guitarreadas o reuniones –especialmente de amigos- donde no falta uno o varios comensales que ni siquiera vale la pena prestarles un corazón de zorzal.

LA ACEQUIA DE LA BELGRANO

Para Mario Arnedo todo canta…Canta el agua, canta el río, el coyuyo y el crespín (el crespín va rompiendo el silencio sobre amargos senderos de sal -Salavina-zamba) así cantaba un paisano por los pagos de Mailín. “Mi chacarerita mota si me habrás visto “machao”, cuando el diablo anda en el vino por Mailín y Sumamao”[5].

Canta el agua en las acequias el otrora fresco y arbolado paseo, sacude la memoria de los que peinan canas, y también amaga una lágrima furtiva escaparse ante el inevitable cotejo entre pasado y presente. La acequia de la avenida Belgrano fue una sorprendente obra de ingeniería que dio origen a la agricultura de riego. Nuestra “acequia principal”, como se la llamó primitivamente por ser única y la de mayor caudal, al servicio de “chacras y sementeras”, fue centro de interés económico, político, social y religioso de la ciudad, desde los albores de su existencia.[6]  

Adalberto Mario Raúl Arnedo Gallo, fallecio el 22 de noviembre de 2.001 a los 83 años.-



[1] Extraído de una nota de Cristian Ramón Verduc

[2] pelusitas de totora- chacarera

[3]la yuya- chacarera.

[4] Músico es bajo del conjunto Divididos

[5] Cuando el diablo anda en el vino-chacarera).

[6] Sara Díaz de Raed, en su libro “Monumentos y Lugares Históricos de Santiago del Estero”,

viernes, 28 de marzo de 2025

LOS GENIOS SEGUN JAIME BAYLY

 


Hace muchos años, allá por 1982, un joven alto, delgado, de barba negra y mirada penetrante de intelectual, se presentó en un periódico conservador en el centro de Lima, “La Prensa”, y pidió trabajo. Dijo que se llamaba Álvaro Vargas Llosa, era el hijo mayor del famoso escritor y había abandonado sus estudios en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, porque quería ser periodista y escritor, como su padre. También dijo que era de izquierda y simpatizaba con la revolución sandinista y la revolución cubana. El director del periódico lo fichó de inmediato.
Contrariado porque su hijo mayor había suspendido sus estudios en Princeton, una de las mejores universidades del mundo, Mario Vargas Llosa le exigió que se retirase de la casa familiar en Barranco, Lima, y volviese de inmediato a Nueva Jersey para reanudar su vida académica. Álvaro se negó a seguir estudiando. Después de vivir unas semanas en casa del pintor Fernando de Szyszlo, se mudó al apartamento en el centro de Lima de un fotógrafo del periódico, Jorge Seoane, Coco Seoane. Siendo Coco homosexual y Álvaro heterosexual, encontraron la manera de cohabitar sin intercambiar besos ni caricias.
Álvaro era extraordinariamente inteligente, aún más que su padre, y hacía gala de una prosa lúcida y aguerrida cuando escribía editoriales en el periódico. Yo era columnista de ese diario. No tardamos en hacernos amigos. Curiosamente, ambos decíamos estar enamorados de la actriz Brooke Shields: Álvaro la había conocido en el campus de Princeton, yo solo la había visto en sus películas.
Por esos días Álvaro me contó que su padre estaba en Lima y lo había citado a conversar en un parque de Miraflores. No sabía si debía reunirse con él. Mario era estricto: si su hijo quería disfrutar de su protección económica, debía retomar sus estudios en Princeton y abandonar la bohemia periodística en Lima. Por su parte, Álvaro era porfiado: quería ser un periodista, y decía que eso no se aprendía en Princeton ni en ninguna universidad, sino en la vibrante redacción de un periódico como “La Prensa”. Como Mario, en su juventud, había sido reportero de un periódico y luego jefe de noticias de una radio, temía que el ejercicio del periodismo hundiera en la mediocridad intelectual y la ruina económica a su hijo mayor, que, de sus tres hijos, era ciertamente quien más se le parecía, por su curiosidad intelectual, su pasión por la política y su familiaridad con las ideas, las palabras y las historias.
Álvaro salió una tarde del periódico, tras decirme que se reuniría con su padre donde este lo había citado: no en la casa familiar de Barranco, ni en la del pintor de Szyszlo en San Isidro, sino en un parque de Miraflores. Le aconsejé que hablase con su padre, tal vez porque yo no hablaba con mi padre, a quien no quería ver más. Unas horas después, Álvaro regresó al periódico ofuscado, tembloroso y con el ojo morado. Me dijo que su padre y él habían discutido acaloradamente en el parque, que él se había negado a volver a Princeton y que Mario, en un momento de amargura y frustración, le había dado un puñetazo.
Recordé entonces que seis años atrás, en 1976, en un teatro de la capital mexicana, Vargas Llosa le había dado una trompada a Gabriel García Márquez, dejándolo nocaut, inconsciente, con el ojo morado, después de decirle:
-Esto es por lo que le hiciste a Patricia.
Yo había leído los libros de Vargas Llosa. Sus mejores novelas me parecían “Conversación en La Catedral” y “La guerra del fin del mundo”. Sabía que había tenido un padre, Ernesto Vargas, que lo insultaba y le pegaba, como hizo mi padre conmigo. Sabía que había aprendido a pelear a golpes en el colegio militar: mi padre amenazó con meterme en ese colegio, pero no lo hizo. Sabía por qué le había pegado a su hijo Álvaro, por no volver a la universidad de Princeton, pero no por qué le había dado una trompada a García Márquez. Por supuesto, se lo pregunté a Álvaro, quien me dijo, sin entrar en detalles, replegándose, ensimismándose, que Gabo le había hecho una cosa muy fea a Mario y por eso Mario lo había derribado de un puñetazo en un evento público en el DF.
También se lo pregunté, en aquellos años, a un periodista peruano de origen vasco, Francisco Igartua, Paco Igartua, director de la revista “Oiga”, donde yo colaboraba como columnista, tras la quiebra del diario “La Prensa”. De bigotes y con ponchos de colores que le daban un aire sacerdotal, Igartua era un periodista culto, valeroso, insobornable. Había estado con Vargas Llosa, en el teatro de la capital mexicana, en febrero de 1976, cuando este le dio el puñetazo a García Márquez. Luego del incidente, cenó esa misma noche con Mario y Patricia Llosa, la esposa del escritor. Paco Igartua creía saber qué había pasado entre los dos talentosos escritores para que uno hubiese acusado al otro de traidor, dándole a continuación un derechazo fulminante. Paco Igartua me contó su versión, que en cierto modo reivindicaba el honor de Vargas Llosa y dejaba mal parado a García Márquez.
Yo tenía entonces solo dos versiones, y ambas se parecían bastante: la de Paco Igartua y la de Álvaro. Conocía ya a Vargas Llosa, pero no me atrevía a preguntarle por qué se había peleado con Gabo. Se lo mencioné tímidamente una vez, a mediados de los ochenta, en su auto BMW dorado, manejando por las playas de Paracas, al sur de Lima, pero sonrió con gran elegancia y me dijo que no hablaría nunca de ese tema, que eso debían averiguarlo sus biógrafos, y enseguida me contó que García Márquez había enfermado de cáncer. Unos años después, entrevisté a Patricia Llosa en la televisión, pero no encontré valor para preguntarle por qué su esposo le había pegado a García Márquez y por qué eran enemigos irreconciliables desde entonces. No quise incomodar a Patricia, una señora elegante y reservada, que ya bastante se arriesgó dándome una entrevista en la televisión.
A García Márquez lo conocí unos años más tarde, en Washington DC, cuando Clinton era presidente. Clinton había leído varias novelas de Gabo y era capaz de citar párrafos de memoria. Con frecuencia invitaba a cenar a Gabo y a Carlos Fuentes, que hacía de traductor, porque Gabo no hablaba en inglés, aunque había tratado de aprenderlo en Londres. Me lo presentó un amigo, César Gaviria, expresidente colombiano, un político raro, sensible al arte, a la cultura, a las novelas. Cuando le pregunté a Gabo, en un aparte, por qué se había peleado con Vargas Llosa, sonrió con aires de mago magnánimo y me dijo:
-Yo no me peleé con él. Él se peleó conmigo.
Luego le pregunté cuál había sido el origen de la pelea. Astuto, evasivo, encantador, me dijo que había comprado mi novela “No se lo digas a nadie” en una librería en París y le había gustado mucho. Nos reímos. Después me sugirió que hablase con sus amigos, porque él no me diría nada. Le tomé la palabra. Invité a mi programa de entrevistas en Miami, todos los gastos pagados, incluyendo hotel cinco estrellas y limusina, a algunos de sus mejores amigos, tres escritores de gran talento: el colombiano afincado en el DF, Álvaro Mutis; el profesor argentino en Nueva Jersey, Tomás Eloy Martínez; y el colombiano itinerante, varias veces embajador de su país, Plinio Apuleyo Mendoza. A los tres los leí, los entrevisté en la televisión y después, en el hotel, tomando unos tragos, les pregunté, off the record, por qué Vargas Llosa le había pegado a García Márquez en 1976, dando por terminada una amistad que había sido legendaria, una amistad que duró nueve años, una amistad que los tuvo casi como vecinos en Barcelona, pues vivían a una cuadra de distancia, y que hizo de Gabo el padrino de Gonzalo Vargas Llosa, el segundo hijo de Mario y Patricia. Escuchando las versiones de Mutis, de Tomás Eloy y de Plinio, que no siempre coincidían, pero que dejaban bien parado a García Márquez, empecé a armar el rompecabezas.
También me ayudó conversar con el gran escritor chileno Jorge Edwards, quien, como Plinio Apuleyo Mendoza, había obrado el milagro de seguir siendo amigo de Mario y de Gabo al mismo tiempo, sin que ninguno desconfiara de él ni lo acusara de desleal: a Edwards lo invité a mi programa de televisión en Miami y después escuché su versión caballerosa y diplomática sobre el pleito entre los genios literarios, una cuidadosa narración que me obsequió tanto en el vestíbulo de un hotel en Miami, como en el restaurante de un hotel en Santiago de Chile, donde cenamos tiempo después.
Fue entonces, hace veinticinco años, cuando comprendí que estaba fatalmente condenado a escribir una novela sobre los tiempos gloriosos en que Vargas Llosa y García Márquez fueron amigos, vecinos y compadres, mucho antes de que ambos ganaran el premio Nobel, y sobre las circunstancias íntimas que envenenaron aquella relación que parecía inquebrantable y dieron origen al puñetazo que Mario le dio a Gabo, dejándolo nocaut y sepultando para siempre la amistad, pues nunca más se vieron ni se hablaron, a pesar de los esfuerzos de su agente literaria Carmen Balcells para reconciliarlos.
La novela se titula “Los genios” y saldrá en los próximos días en España y América, editada por Galaxia Gutenberg. En ella he armado por fin el rompecabezas, he postulado mi visión literaria de los años en que los genios fueron amigos, he descrito los hechos más o menos íntimos que Vargas Llosa entendió como una traición y he tratado de explicar por qué se jodió lo que nunca debió joderse: la amistad entre los genios.

lunes, 17 de marzo de 2025

LA SITUACIÓN ARGENTINA SEGÚN EL WASHINGTON POST

 



La Argentina tiene el problema más serio del mundo. Ningún país podría encontrarse en su camino con una dificultad mayor. Demás naciones pueden tener inconvenientes de distinta índole, pero ninguna padece el nivel dilema que tienen los argentinos: el país se angustia por lo que prefiere.

No hay drama mayor para una nación. Vivir en permanente frustración por lo que no son otra cosa que las consecuencias de sus preferencias constituyen una encerrona de la cual es muy difícil salir. La Argentina no tiene un problema económico o social o político. Tiene un problema médico; un problema de orden psicológico profundo que le impide resolver lo que no son otra cosa que los efectos de esa causa madre.

Que un país viva en conflicto por lo que son las consecuencias de sus preferencias libres, constituye una dificultad de tal magnitud que, sinceramente, no sé si la cuestión tiene solución.

Pues bien, ¿y cuál es esa maldita preferencia?, ¿qué es lo que los argentinos secretamente prefieren y contra lo que luego se enojan cuando efectivamente esa preferencia se materializa? Esa preferencia no es otra que la pobreza: los argentinos prefieren la pobreza. Por supuesto no van a admitirlo a viva voz. De hecho, viven enojados contra la pobreza. O al menos eso dicen.

Porque lo que en realidad les ocurre en materia de “enojos” es algo bien distinto. Si uno analiza las corrientes que imperan consciente o inconscientemente en el espíritu argentino verá que lo que mayoritariamente sobresale, lo que culturalmente predomina, es una oposición a la riqueza.

En efecto, el argentino está en guerra contra la riqueza. La corriente mayoritaria que emerge desde las entrañas más profundas de la cultura nacional consiste en una resistencia impenetrable contra la riqueza, contra la idea de ser rico.

El Papa Francisco es quien mejor ha expresado la esencia de esa corriente con su frase “la riqueza es el estiércol del diablo”. Quizás no haya un resumen más perfecto de la morfología social que distingue a los argentinos que esas palabras de Bergoglio. La riqueza es un pecado.

Sin embargo, en un retorcimiento que complica aún más el problema, es un determinado tipo de riqueza y un determinado tipo de rico el que el argentino desdeña y por el que siente un profundo asco. La riqueza que los argentinos repugnan es la que se produce como fruto del éxito lícito. Paralelamente entonces al tipo de “rico” que el argentino odia es al que obtuvo su riqueza por la vía del triunfo en la vida laboral legal.

Contrariamente, no se observan condenas firmes contra los que, incluso obscenamente, pavonean la riqueza que hicieron como consecuencia de actividades ilícitas, provengan ellas de la corrupción pública (funcionarios ladrones, sindicalistas mafiosos) o de actividades delictivas “privadas” como los narcotraficantes o los delincuentes comunes. 

El prototipo del argentino que es resistido socialmente (“resistido” viene de “resentimiento”) es aquel que tuvo éxito material en la vida por la vía del trabajo lícito. Es ése el que defeca el “estiércol” del diablo”.

Por lo tanto, a ese personaje hay que bajarlo de donde está y, por supuesto, no es un modelo a imitar o a emular sino un arquetipo al que envidiar, maldecir y destruir.

Obviamente la persecución y eventual destrucción de los que generan riqueza hace que no se genere riqueza (es una perogrullada, pero en la Argentina parecería necesario aclararlo) y al no generarse riqueza, se obtiene pobreza.

Parecería que, siguiendo un silogismo normal, los argentinos deberían estar felices porque finalmente consiguieron lo que buscaban: derrotar la riqueza, destruir al rico y materializar la pobreza (que, siguiendo, a su vez, el razonamiento del Papa debería ser el estado de gracia más cristalino del ser humano por ser el opuesto al “estiércol del diablo”). Pero no. Cuando llegan a lo que debería ser su éxtasis, estallan en queja y buscan a más ricos a quienes ir a robarles lo que les queda por la vía de entronizar gobiernos que expolian con impuestos confiscatorios la riqueza lícita generada por otros.

Parecería que lo que los argentinos buscan, finalmente, es una pobreza tolerable igualmente distribuida. Es decir, una pobreza “hasta ahí”, igual para todos. (Excepto para aquellos “ricos” a los cuales los argentinos no resisten –es decir, no tienen “resentimiento” contra ellos- como los funcionarios corruptos -que dicen que vienen a sacarle a unos lo que ganaron “injustamente” a costa de otros- los sindicalistas mafiosos, los que “encontraron un curro o un yeite” -el típico “vivo” argentino que “le encontró la vuelta”- u otros personajes del submundo ilegal respecto de los cuales el argentino no muestra un nivel de ofensa ostensible)

Como se ve, la profundidad de la enfermedad sociológica del país es de tal dimensión que las dudas sobre su verdadera solución son muy grandes. El nivel de deterioro mental masivo que sufre el país implica un retorcimiento tal de los valores constructivos de la vida pacífica y progresista que uno duda seriamente de que tal extravío tenga vuelta atrás.

El enamoramiento del pobrismo ha llevado a la Argentina a ser una sociedad completamente conflictuada, encerrada en una encrucijada de la que le será muy difícil salir. Vivir en queja por las consecuencias que trae lo que se venera representa un problema de una complejidad tal que las soluciones no vendrán de la aplicación de tal o cual programa económico sino de un proceso de introspección que lleve a cada argentino a darse cuenta del nivel de contradicción en el que vive.

Mientras ese complejo severo no sea removido del alma argentina, el país no tendrá solución. Nadie vivirá mejor, venerando vivir peor. Y si se considera que vivir monacalmente es mejor que vivir en la abundancia, los argentinos deberían renunciar a la abundancia y acostumbrarse a los límites materiales de la vida monacal.