La Argentina tiene el problema más serio del mundo. Ningún país podría encontrarse en su camino con una dificultad mayor. Demás naciones pueden tener inconvenientes de distinta índole, pero ninguna padece el nivel dilema que tienen los argentinos: el país se angustia por lo que prefiere.
No hay drama mayor para una
nación. Vivir en permanente frustración por lo que no son otra cosa que las
consecuencias de sus preferencias constituyen una encerrona de la cual es muy
difícil salir. La Argentina no tiene un problema económico o social o político.
Tiene un problema médico; un problema de orden psicológico profundo que le
impide resolver lo que no son otra cosa que los efectos de esa causa madre.
Que un país viva en conflicto por
lo que son las consecuencias de sus preferencias libres, constituye una
dificultad de tal magnitud que, sinceramente, no sé si la cuestión tiene
solución.
Pues bien, ¿y cuál es esa maldita
preferencia?, ¿qué es lo que los argentinos secretamente prefieren y contra lo
que luego se enojan cuando efectivamente esa preferencia se materializa? Esa
preferencia no es otra que la pobreza: los argentinos prefieren la pobreza. Por
supuesto no van a admitirlo a viva voz. De hecho, viven enojados contra la
pobreza. O al menos eso dicen.
Porque lo que en realidad les
ocurre en materia de “enojos” es algo bien distinto. Si uno analiza las
corrientes que imperan consciente o inconscientemente en el espíritu argentino
verá que lo que mayoritariamente sobresale, lo que culturalmente predomina, es
una oposición a la riqueza.
En efecto, el argentino está en guerra
contra la riqueza. La corriente mayoritaria que emerge desde las entrañas más
profundas de la cultura nacional consiste en una resistencia impenetrable
contra la riqueza, contra la idea de ser rico.
El Papa Francisco es quien mejor
ha expresado la esencia de esa corriente con su frase “la riqueza es el
estiércol del diablo”. Quizás no haya un resumen más perfecto de la morfología
social que distingue a los argentinos que esas palabras de Bergoglio. La riqueza
es un pecado.
Sin embargo, en un retorcimiento
que complica aún más el problema, es un determinado tipo de riqueza y un
determinado tipo de rico el que el argentino desdeña y por el que siente un
profundo asco. La riqueza que los argentinos repugnan es la que se produce como
fruto del éxito lícito. Paralelamente entonces al tipo de “rico” que el
argentino odia es al que obtuvo su riqueza por la vía del triunfo en la vida
laboral legal.
Contrariamente, no se observan condenas firmes contra los que, incluso obscenamente, pavonean la riqueza que hicieron como consecuencia de actividades ilícitas, provengan ellas de la corrupción pública (funcionarios ladrones, sindicalistas mafiosos) o de actividades delictivas “privadas” como los narcotraficantes o los delincuentes comunes.
El prototipo del argentino que es
resistido socialmente (“resistido” viene de “resentimiento”) es aquel que tuvo
éxito material en la vida por la vía del trabajo lícito. Es ése el que defeca
el “estiércol” del diablo”.
Por lo tanto, a ese personaje hay
que bajarlo de donde está y, por supuesto, no es un modelo a imitar o a emular
sino un arquetipo al que envidiar, maldecir y destruir.
Obviamente la persecución y
eventual destrucción de los que generan riqueza hace que no se genere riqueza
(es una perogrullada, pero en la Argentina parecería necesario aclararlo) y al
no generarse riqueza, se obtiene pobreza.
Parecería que, siguiendo un
silogismo normal, los argentinos deberían estar felices porque finalmente
consiguieron lo que buscaban: derrotar la riqueza, destruir al rico y
materializar la pobreza (que, siguiendo, a su vez, el razonamiento del Papa
debería ser el estado de gracia más cristalino del ser humano por ser el
opuesto al “estiércol del diablo”). Pero no. Cuando llegan a lo que debería ser
su éxtasis, estallan en queja y buscan a más ricos a quienes ir a robarles lo
que les queda por la vía de entronizar gobiernos que expolian con impuestos
confiscatorios la riqueza lícita generada por otros.
Parecería que lo que los
argentinos buscan, finalmente, es una pobreza tolerable igualmente distribuida.
Es decir, una pobreza “hasta ahí”, igual para todos. (Excepto para aquellos
“ricos” a los cuales los argentinos no resisten –es decir, no tienen
“resentimiento” contra ellos- como los funcionarios corruptos -que dicen que
vienen a sacarle a unos lo que ganaron “injustamente” a costa de otros- los
sindicalistas mafiosos, los que “encontraron un curro o un yeite” -el típico
“vivo” argentino que “le encontró la vuelta”- u otros personajes del submundo
ilegal respecto de los cuales el argentino no muestra un nivel de ofensa
ostensible)
Como se ve, la profundidad de la
enfermedad sociológica del país es de tal dimensión que las dudas sobre su
verdadera solución son muy grandes. El nivel de deterioro mental masivo que
sufre el país implica un retorcimiento tal de los valores constructivos de la
vida pacífica y progresista que uno duda seriamente de que tal extravío tenga
vuelta atrás.
El enamoramiento del pobrismo ha
llevado a la Argentina a ser una sociedad completamente conflictuada, encerrada
en una encrucijada de la que le será muy difícil salir. Vivir en queja por las
consecuencias que trae lo que se venera representa un problema de una
complejidad tal que las soluciones no vendrán de la aplicación de tal o cual
programa económico sino de un proceso de introspección que lleve a cada
argentino a darse cuenta del nivel de contradicción en el que vive.
Mientras ese complejo severo no
sea removido del alma argentina, el país no tendrá solución. Nadie vivirá mejor,
venerando vivir peor. Y si se considera que vivir monacalmente es mejor que
vivir en la abundancia, los argentinos deberían renunciar a la abundancia y
acostumbrarse a los límites materiales de la vida monacal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario