viernes, 16 de septiembre de 2011

EL INTELECTUAL EN LA ARENA POLITICA.

 
 
 
por Ivan Petrela


Hace algunas décadas, el dramaturgo y entonces presidente de la República Checa Vaclav Havel debatió con su amigo el escritor inglés Timothy Garton Ash sobre el papel de los intelectuales en la política. Se preguntaban si se puede ser un intelectual y un político al mismo tiempo y respondían el interrogante de maneras distintas.

Para Garton Ash existe una relación contradictoria entre el intelectual y el político. El deber del intelectual es encontrar la verdad y articularla de la forma más clara posible. El político, en cambio, trabaja con verdades a medias. La palabra "partido" lo dice claramente: proviene del latín partire , que quiere decir dividir. El político presenta la parte de la verdad que le conviene al partido, y no busca la verdad en su totalidad. Con esto, Garton Ash no quiso decir que el intelectual es mejor persona que el político, sino que desempeñan papeles distintos. El intelectual tiene la responsabilidad de discutir las políticas públicas en el sentido más amplio, y para ser fiel a ese papel no debe ser partícipe de la política partidaria.

Para Havel, los intelectuales son personas que han dedicado su vida a pensar al mundo y su país de manera amplia, más allá de la coyuntura inmediata. Esto hace que sean personas que piensan el largo plazo, a quienes además les interesan las cuestiones globales. Por eso, por ejemplo, no son indiferentes cuando los niños de algún país lejano se mueren de hambre o desastres ecológicos amenazan a futuras generaciones.

Los intelectuales son, según Havel, la "conciencia de la sociedad". No es un iluso: sabe que los ideólogos del nazismo fueron intelectuales, como también existieron dictadores y terroristas que lo fueron. Pero los verdaderos intelectuales son aquellos que se identifican no con una ideología, sino con el incierto futuro de la dignidad humana en un mundo turbulento. Tratan de percibir el contexto amplio, reconocen que no existen soluciones mágicas y buscan, humildemente, reorientar y mejorar la realidad.

Havel, entonces, acepta la división entre intelectual y político propuesta por Garton Ash. Reconoce que la política, por su naturaleza, impone el corto plazo por sobre el largo plazo. Entiende que obliga a perseguir intereses grupales por sobre intereses generales, que induce a decir medias verdades que satisfacen a la mayor cantidad de gente posible, en vez de afrontar la verdad necesaria y a veces incómoda. Así descripta, la política es lo opuesto a la sensibilidad intelectual. Pero para Havel es precisamente por eso que se debe incorporar intelectuales a la política partidaria; no sólo pueden, sino que deben participar, son necesarios para crear una política mejor. Los intelectuales que se niegan a ensuciarse las manos involucrándose en la política partidaria, o asumiendo un cargo público, son como el ciudadano que desde fuera de la política se queja de su corrupción. Al no comprometerse, contribuyen a que nada cambie.

Nuestros partidos políticos deberían fomentar la incorporación de intelectuales de la estirpe que se imagina Havel. Esa participación "a la Havel", me parece, consistiría en por lo menos tres tareas.
En primer lugar, el intelectual debe ser la conciencia de su partido. Debe ser la voz crítica que impida que se utilice cualquier medio para llegar al fin deseado. Un intelectual no puede tolerar que su gobierno mienta con las estadísticas más básicas, no puede permitir el capitalismo de amigos, no puede suscribir que se use el dinero público para financiar propaganda política o comprar voluntades. El intelectual, al fin, generalmente eligió una profesión por convicción en vez de conveniencia económica y por eso no puede hacer ojo ciego a la corrupción sin arrancarse los ojos y volverse ciego a sí mismo.

En segundo lugar, el intelectual debe rebelarse contra una comprensión de la política como mera gestión de las demandas ciudadanas. Claramente existen demandas y la política debe responder a ellas, pero el intelectual debe recordar siempre que la tarea de los partidos es definir agendas y prioridades, para dar forma a medidas que la ciudadanía muchas veces no percibe pero que son necesarias. Parte de esta tarea que le corresponde al intelectual es ensanchar la imaginación política del partido, a través de la búsqueda, en todo el mundo, de ejemplos de políticas públicas transformadoras que podrían aplicarse. Sin estos aportes, la política se reduce a un servicio de opciones cortoplacistas y acotadas, ya que lo que la ciudadanía desea o demanda está delimitado por el abanico de posibilidades que se le presenta. Como dijo Max Weber, otro intelectual que pensó la relación con la política, "en este mundo no se arriba nunca a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible": el intelectual, con su visión, ayuda a hacer posible un mundo que hoy no lo es.

Su papel como conciencia del partido y como sabueso de alternativas de políticas posibles es parte de la tercera tarea que le corresponde al intelectual: elevar el nivel del debate público. Por eso el intelectual debe responder a agresiones con argumentos, y a argumentos con otros mejores. Para ello busca poner las ideas, los programas y -usaré una palabra de moda- los relatos en el centro de la escena. Su afán por las ideas es parte de su vocación por el largo plazo; muchas veces las ideas viven más y defraudan menos que las personas.

Reconozco que con estas tres tareas el intelectual se arriesga quedar relegado a un papel menor en un partido político, incluso excluido. Enarbolar un estándar moral alto, ser antipersonalista y poner énfasis en el largo plazo no son cualidades que abundan en la política. Puede incluso ser visto como una molestia. Bien se sabe que el partido que activamente reclute intelectuales de este tipo no se asegura una victoria electoral ni mucho menos. Pero sí se asegura otra cosa, que es merecerla.

© La Nacion
El autor es director académico de la Fundación Pensar y candidato a diputado nacional por Pro .

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