sábado, 25 de junio de 2011

OIGA COCHERITO… ¿POR CUANTO ME VA A LLEVAR...?

INSPIRADO EN UNA FOTO DE AMBITO SANTIAGUEÑO


Imagen
El "coche de plaza" (santiagueño) o el "Mateo" (porteño)
Por Desiderio Sosa Farías



En la década del 60’, cuando el folclore rompe sus constreñidas estructuras de tierra adentro, se oxigena y gana decididamente en la gran urbe porteña el espacio que durante muchos años se la había negado, entre la multiplicidad de expresiones musicales volcadas desde allí al gran público nacional e internacional, apareció aquella zamba tradicional norteña con aire de cueca de autor anónimo titulada
“El cocherito”, también conocida como "La cocherito", de la que muchos músicos tomaron versiones con arreglos de Manuel Acosta Villafañe y Ariel Ramírez entre otros, y cuya estrofa inicial dice:

“Oiga cocherito…
¿ por cuanto me va a llevar?
a la calle Caseros
frente al pancero
me va a dejar … “


Fue el homenaje al tradicional carruaje y su conductor, el cochero, que durante muchos años sirvió de medio de transporte público a innumeras generaciones y que reemplazó en esa modalidad a las clásicas galeras, utilizadas hasta entonces solamente por las familias adineradas, para popularizarse en buena parte del pasado siglo XX.

Y quien guiaba aquellos carruajes también habría de ser bautizado a traves de la expresión común de la gente como “el mateo”, que no fue mas que adosarle ese nombre proveniente de la primera obra teatral homónima escrita por Enrique Santos Discépolo, estrenada en 1923 en el Teatro Nacional de Buenos Aires. Un grotesco que representa precisamente a “Mateo” el nombre del caballo de don Miguel, un humilde cochero de plaza que se ve arrasado por el progreso de la civilización con el advenimiento del automóvil.

Por las calles de Santiago también circularon muchos coches de plaza o “mateos” para prestar el servicio a sus vecinos durante décadas, configurándole a aquellas calles de empedrado o detierra, de luces mortecinas emanadas por una farola de esquina, esa nostálgica pintura paisajista urbana de un pasado todavía colonial.
Los había y muchos, porque significó para sus propietarios, generalmente el mismo conductor o alguien de la familia, un recurso de vida.

Solían estacionarse en las terminales ferroviarias del Belgrano y el Mitre. En esta ultima, cuando aún existía el “servicio urbano” de pasajeros entre Santiago-La Banda y viceversa, aquel que cruzaba el Puente Negro, para ocupar un amplio espacio que iba desde la calle Perú hasta la Avenida Rivadavia.
Aquellos carruajes con evidentes signos de haber sido comprados de segunda o tercera mano, eran mantenidos por sus mismos propietarios.

Tenían capacidad para tres personas, cómodamente sentadas y protegidas por una capota de gruesa lona negra, que cuando llovía o hacía mucho frío, guarecía al pasajero; y cuando arreciaba el calor del verano en los atardeceres o noches santiagueñas, a pedido, el cochero la desplazaba hacia atrás en forma de fuelle para dejar al habitáculo descubierto y aireado.
Y si acaso los clientes eran más de tres, se utilizaba emergentemente un madero tipo transportín, adosado debajo del pescante, para que otras dos personas pudieran realizar el viaje con alguna comodidad y seguridad.

Los “coches de plaza” exhibían una chapa patente, lo que significaba contar con la debida autorización municipal para circular prestando ese servicio específico; pero en la parte posterior llevaban impreso un número dibujado con pintura Blanca. Esa identificación era de utilidad cuando los sepelios en el cementerio “La Piedad”. Fue clásico que en la última curva de la arteria que conduce al frente de la tradicional necrópolis, un allegado a la familia del difunto anotaba al paso a cada uno de los carruajes que formaban parte del cortejo, para que al finalizar la ceremonia de sepultura cada cochero cobre a los deudos el servicio prestado.
Su conductor, para no detener la marcha, desde el pescante lo “cantaba” a fin de verificarse su registración a la hora del pago de la tarifa “especial”.

El coche tenia además lo que sería hoy otro encanto particular, casi romántico: en ambos costados del pescante llevaba originales farolas de forma rectangular, iluminadas a vela que permitían al usuario identificarlo a cierta distancia en la noche.

Pero no solo prestaron el servicio común de transporte de pasajeros. Cuando los clásicos corsos carnestolendos, eran contratados con la capota descubierta para el paseo de familias o jóvenes de entonces, sumando así un colorido paisaje a la modalidad que tuvo en otros tiempos esa tradicional celebración que concentraba miles de personas en la Plaza Libertad.

Y porque no recordar también que para la “changada” de la esquina, en una acción arriesgada pero divertida, el mateo era Blanco de la clásica “culata” que significaba correr tras de él para sentarse en el eje que soportaba las ruedas traseras del carruaje y ser llevado acaso hasta una cuadra de distancia. Una maniobra que generalmente fastidiaba al cochero que la impedía tiraba latigazos hacia atrás para que el intruso abandone la maniobra.

El advenimiento del automóvil que tomó fuerza en la década del 70’ hizo decaer notoriamente el servicio de los “mateos” en la ciudad. Muy pocos quedaron a la vista, cuasi destartalados, como desafiando el tiempo, a la manera que lo patentizó en su obra Discépolo. El urbanismo y la modernidad impuso el transporte urbano en colectivos; y el taxi, reducido en sus primeros tiempos a las cuatro esquinas de la Plaza Libertad, creció paulatinamente para desterrar del todo al tradicional coche de plaza tirado a caballo. Aquel que fue toda una institución en la vida de la ciudad durante muchos años y que cobró también personajes populares como el célebre “Bola” Buitrago, cuyas muchas anécdotas ocurrentes y graciosas quedaron sepultadas en la memoria de quienes lo conocieron en su ocupación de toda la vida y que fue conducir un coche de plaza.

Como aquella, posiblemente inventada, que cuenta que en un paréntesis a su diario andar por las calles, “Bola” se detuvo a beber su consabido vino en un boliche y pidió varios sifones de soda a los que descargó en un balde.
El dueño del bar, intrigado, le preguntó para qué y para quien tanta soda. Le respondió con tono muy expresivo…
“ le doy al caballo”. Sobrevino otra pregunta a modo de réplica…
“ ¿ y al caballo le gusta la soda”?
“Mirá- dicen que respondió con sorna – no sé si le gusta, pero a mí me divierte cuando eructa”…

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